30 de junio de 2014

Hablo contigo

¿Por qué mi mano que acaricia estruja?
¿Por qué estoy ciega cuando puedo ver?
Pregúntale a los astros que se mueven.
Yo no lo sé.

¿Por qué las flores se me vuelven piedras?
¿Por qué en acíbar se me va la miel?
Pregúntale a los vientos que varían.
Yo no lo sé.

¿Por qué la primavera se me hiela?
¿Por qué bebiendo siempre tengo sed?
Pregúntale a las faces de la luna.
Yo no lo sé.

¿Por qué la más humilde, la más buena,
Me hago una copa de ácidas y hiel?
Pregúntales a los días que se nublan.
Yo no lo sé.

¿Por qué no pido ni una gota de agua
Yo que mendiga soy desde el nacer?
Pregúntale a la atmósfera que cambia.
Yo no lo sé.

¿Por qué si el mundo pesa en mis espaldas
Amo ese peso y no andaré sin él?
Pregúntale a Dios, si lo conoces.
Yo no lo sé.

¿Por qué una noche, si lo odiaba, luna,
Bajo tus luces claras lo besé?
Pregúntale a los ojos de aquel hombre.
Yo no lo sé.

Alfonsina Storni
Irremediablemente

28 de junio de 2014

Saber perder

«Bueno, Sylvia, quería hablar contigo si no te molesta, ¿qué te pasa? Sylvia se queda en silencio, no acaba de comprender el alcance de la pregunta. Don Octavio se pasa los dedos por el bigote en un gesto mecánico y prosigue. Estamos a final de curso y entre los profesores hemos comentado tu rendimiento, ha bajado mucho. Se te pueden complicar las cosas. A ver, yo no quiero meterme donde no me llaman, pero siempre puede haber algo… No termina la frase, tiene posados sus ojos sobre los de Sylvia. Ella recorre con la mirada las estanterías. No, no me pasa nada. ¿Es falta de motivación, de concentración? No sé, seguro que hay algo en lo que yo te pueda echar una mano. Tu nivel es bueno, no tienes por qué terminar en un suspenso. Eso lo entiendes, ¿no?

Sylvia se muerde un mechón de pelo. Al profesor el bigote le tapa el labio superior y eso le otorga cierto aire de seriedad, que los ojos, mirados de cerca, desmienten. Los ojos le centellean y Sylvia se siente intrigada por esa mirada. No consigue responder nada coherente. Duda si decir mis padres se han separado, pero le suena penoso. Prefiere guardar silencio. Vamos a hacer una cosa para compensar, ¿vale? Para ver si podemos echarte una mano. El profesor se pone en pie y busca en su cajón hasta dar con algunas fotocopias. Por ahí hay cuatro o cinco problemas, son más juegos de lógica que otra cosa. Quiero que me prepares dos o tres folios donde desarrolles las soluciones. Prepáratelo en casa, algo razonado, como si fueras tú quien tuvieras que explicarlo en clase. Puedes sacarlo del libro, claro, pero que se note que lo entiendes. Es muy sencillo y te lo puntuaré como un extra. ¿De acuerdo?

Sylvia levanta los ojos, no acaba de creerse lo que le sucede. ¿Habrá hecho lo mismo con otros alumnos? Sylvia no pregunta. Vuelve a mirar los ojos de don Octavio. Tienes tres días. Me lo traes aquí, al despacho, ésta es una cosa entre tú y yo, fuera de la clase. El profesor da por zanjada la conversación. Sylvia se pone de pie y recuerda todos pasamos por épocas buenas y malas, pero ahora es cuestión de que aprietes el acelerador estas dos últimas semanas, no merece la pena dejarlo.

En la calle, un instante después, Sylvia tiene ganas de llorar. ¿Tan expuesta está su intimidad como para que un profesor, desde la distancia, sea capaz de intuirla? Con una especie de rayos X. Lo que conmovía a Sylvia era el interés casi accidental de él. Había cruzado el pasillo y de pronto al verla sola en la clase había caído en la cuenta de su bajada de nivel, seguro que recordaba el último y penoso examen, y en lugar de alejarse de allí se había detenido un instante para interesarse por ella. Algo debía de haber cruzado en su cabeza durante una milésima de segundo para decidir asomarse a la clase y hablar con ella. Sylvia, como la mayoría de sus compañeros, estaba convencida de que era alguien inescrutable para los profesores. Una cara que se sumaba a un grupo que ocupaba un año de su vida y luego se perdía para siempre. Mundos que nunca se cruzaban, más allá de la hora de clase forzosa.

Lo que la dejaba al borde de las lágrimas era la percepción de que todo había sido abandonado, los estudios, su familia, los amigos de la clase, para involucrarse en una historia que al terminar dejaba un páramo seco, frustrante, estéril. Ha estado en otro lado y, de pronto, el profesor, con una manera profesional, nada intimidatoria, casi azarosa, la devolvía a su realidad. Estamos aquí, ¿dónde estás tú?, parecía haberle preguntado.»

David Trueba
Saber perder

22 de junio de 2014

Jane Eyre



«-Entonces, ¿con la señorita Temple eres buena?
-Sí, de manera pasiva. No me esfuerzo, sino que sigo mis inclinaciones. La bondad de ese tipo no tiene mérito.
-Sí que tiene mérito. Eres buena con los que son buenos contigo. Yo no aspiro a más. Si la gente fuera siempre bondadosa y obediente con los crueles e injustos, los malos se saldrían siempre con la suya. Nunca tendrían miedo, por lo que nunca cambiarían, sino que serían cada vez peores. Cuando nos pegan sin motivo, debemos devolver con creces el golpe, estoy segura, para asegurarnos de que no nos vuelvan a pegar.
-Espero que cambies de opinión al hacerte mayor. De momento, eres una niña sin preparación.
-Pero lo siento así, Helen. No debo querer a los que insistan en no quererme a mí, por mucho que intente agradarles. Debo resistirme a los que me castigan injustamente. Es tan natural como querer a los que me muestran afecto, o someterme al castigo que considero merecido.
-Esa doctrina es la de los paganos y las tribus salvajes, pero los cristianos y las naciones civilizadas la repudian.
-¿Cómo? No entiendo.
-No es la violencia lo que vence el odio, ni la venganza lo que cura mejor la injusticia.
-Entonces, ¿qué es?
-Lee el Nuevo Testamento y fíjate en lo que dice Jesucristo y en cómo actúa. Haz de sus palabras tu norma y de su conducta tu ejemplo.
-¿Qué dice?
-Ama a tus enemigos; bendice a los que te maldigan; haz el bien a los que te odien y traten mal.
-Entonces tendría que amar a la señora Reed, lo que no puedo hacer, y tendría que bendecir a su hijo John, lo que es imposible.»

Charlotte Brontë
Jane Eyre

17 de junio de 2014

Las ciudades blancas

«Esto es lo más espantoso de las corridas de toros: que el ayudante de la barbería, el sastre y el cabo primero se conviertan en héroes ante la presencia de un animal. Ni siquiera el torero profesional lo es. De paisano, es un pequeñoburgués. Pero esta tarde de domingo lleva al menos un disfraz, y es posible que un trapo de color, por el que el toro se irrita con justa razón, llene de auténtica valentía a un campesino avaro que teme a su mujer. Al fin y al cabo, se expone al peligro. Pero a su alrededor, tras la barrera protectora, están los hombrecitos con sus trajes dominicales, hombres débiles y barrigudos que llevan dibujada en la cara la preocupación de una cotidianidad mezquina y de una mínima ambición. Y esta gente lanza boinas e insultos al toro, lo hace rabiar y huye despavorida cuando el animal se abalanza contra la barrera. Todos son expertos. Todos hacen como si pudieran coger al toro por los cuernos. Y veo sus días pequeños y miserables, amargos como sus rostros, su sumisión a todo cuanto pudiera ser “rico” o “superior”, su arrogancia ante el indefenso y su humildad ante la fuerza. Un campesino hinca la lanza en el lomo del toro, un campesino que mañana regateará en la subasta de cerdos: ¡todo un héroe! Cantado en las epopeyas del país, heredero de costumbres audaces, portador de antiguas tradiciones, nacido en tierras históricas y, por encima de todo, un pequeñoburgués.»

Joseph Roth
Las ciudades blancas

14 de junio de 2014

Suite francesa

“Como muchos hombres jóvenes, sometidos desde la infancia a una dura disciplina, se había acostumbrado a ocultar su ser íntimo tras una rígida arrogancia exterior. Opinaba que un hombre digno de ese nombre debía ser de hierro. Por lo demás, así era como se había mostrado en la guerra, en Polonia y Francia, y durante la ocupación. Pero obedecía no tanto a unos principios como a la impetuosidad de la extrema juventud. (Madeleine le calculaba unos veinte años, pero aún tenía menos: había cumplido los diecinueve durante la campaña de Francia.) Se mostraba benévolo o cruel según la impresión que le causaran las cosas y las personas. Si le cogía ojeriza a alguien, se las arreglaba para hacerle la vida imposible. Tras la debacle del ejército francés, le encomendaron conducir a Alemania el lamentable rebaño de prisioneros y, durante esas terribles jornadas, en las que la orden era abatir a los que flaquearan, a los que no caminaran lo bastante deprisa, lo había hecho sin remordimientos, e incluso de buena gana con quienes le resultaban antipáticos. En cambio había, se había mostrado infinitamente humano y compasivo con ciertos prisioneros que le cayeron en gracia, y que en algunos casos le debían la vida. Era cruel, pero con la crueldad de la adolescencia, producto de una imaginación muy viva y sensible, totalmente ensimismada, absorta en su propia alma: el adolescente no se compadece de las desgracias ajenas, no las ve, sólo se ve a sí mismo. En esa crueldad había una parte de afectación, debida a su edad tanto como a cierta inclinación al sadismo. De tal modo que, si bien se mostraba implacable con los hombres, era extraordinariamente considerado con los animales.”

Irène Némirovsky
Suite francesa

8 de junio de 2014

El maestro y Margarita






«La investigación de este asunto duró mucho tiempo. Realmente, era tremendo. Aparte de los cuatro edificios quemados y los cientos de personas que se volvieron locas, hubo muertos. Podemos hablar con seguridad de dos: Berlioz y el desafortunado funcionario de la oficina de guías para extranjeros, el ex barón Maigel. Ellos sí que estaban muertos. Los huesos carbonizados del segundo fueron encontrados en el apartamento número 50 de la calle Sadóvaya después de que se apagara el incendio. Sí, hubo víctimas y estas víctimas justificaban una investigación. Hubo víctimas incluso después de la desaparición de Voland, y que fueron, aunque sea penoso reconocerlo, los gatos negros.

Unos cien animales, fieles, leales y útiles al hombre, fueron fusilados y exterminados por otros medios en distintos puntos del país. En varias ciudades más de una docena de gatos, y algunos bastantes mutilados, fueron entregados a las milicias. Así, en Armavir, uno de estos inocentes animales fue conducido por un ciudadano a las milicias con las patas delanteras atadas.

El ciudadano acechó al gato en el momento en que el animal con aire furtivo (¿qué se le va a hacer, si los gatos siempre tienen ese aire? No es porque sean viciosos, sino porque tienen miedo de que algún ser más fuerte que ellos, un perro o un hombre, les haga daño o les perjudique. Las dos cosas son muy fáciles de hacer, pero les aseguro que esto no honra a nadie, ¡absolutamente a nadie!), sí, como decía, con aire furtivo el gato se disponía a esconderse entre unas hojas.

Abalanzándose sobre el gato y quitándose la corbata para atarlo, el ciudadano murmuraba con voz venenosa y amenazadora:

—¡Ah! ¿Con que ha venido a vernos a Armavir, señor hipnotizador? ¡Pues aquí nadie le tiene miedo! ¡Y no se haga el mudo! ¡Ya sabemos qué clase de bicho es usted!

El ciudadano llevó al pobre animal a las milicias, arrastrándole por sus patas delanteras, atadas con una corbata verde, con ligeros puntapiés consiguiendo que anduviese sobre las patas de atrás.

—¡Deje de hacer el tonto! —gritaba el ciudadano, acompañado por unos chiquillos que silbaban—. ¡No va a conseguir nada! ¡Haga el favor de andar como es debido!

El gato negro ponía en blanco sus ojos de mártir. La naturaleza le había privado del don de la palabra y no podía demostrar su inocencia. El pobre animal debe su salvación a las milicias, en primer lugar, y luego, a su dueña, una respetable anciana viuda. En cuanto el gato estuvo en presencia de las milicias, se comprobó que el ciudadano despedía un fuerte olor a alcohol, lo que hizo dudar inmediatamente de sus declaraciones.

Mientras tanto, la viejecita, que supo por sus vecinos que su gato había sido detenido, corrió a las milicias y llegó a tiempo. Habló del gato con las consideraciones más favorables, explicó que hacía cinco años que le conocía, que desde que era pequeño respondía de él como de sí misma; demostró que nunca había sido culpado de nada malo y que nunca estuvo en Moscú. Había nacido en Armavir, allí creció y aprendió a cazar ratones.

El gato fue devuelto a su dueña, aunque después de haber sufrido y experimentado lo que es la equivocación y la calumnia.»

Mijaíl Bulgákov
El maestro y Margarita

7 de junio de 2014

Tu risa

Quítame el pan, si quieres,
quítame el aire, pero
no me quites tu risa.
 

No me quites la rosa,
la lanza que desgranas,
el agua que de pronto
estalla en tu alegría,
la repentina ola
de plata que te nace.
 

Mi lucha es dura y vuelvo
con los ojos cansados
a veces de haber visto
la tierra que no cambia,
pero al entrar tu risa
sube al cielo buscándome
y abre para mí todas
las puertas de la vida.
 

Amor mío, en la hora
más oscura desgrana
tu risa, y si de pronto
ves que mi sangre mancha
las piedras de la calle,
ríe, por que tu risa
será para mis manos
como una espada fresca.
 

Junto al mar en otoño,
tu risa debe alzar
su cascada de espuma,
y en primavera, amor,
quiero tu risa como
la flor que yo esperaba,
la flor azul, la rosa
de mi patria sonora.
 

Ríete de la noche,
del día, de la luna,
ríete de las calles
torcidas de la isla,
ríete de este torpe
muchacho que te quiere,
pero cuando yo abro
los ojos y los cierro,
cuando mis pasos van,
cuando vuelven mis pasos,
niégame el pan, el aire,
la luz, la primavera,
pero tu risa nunca
porque me moriría.


Pablo Neruda
Los versos del Capitán

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