26 de mayo de 2014

La abadía de Northanger






«El estrechamiento de la amistad entre Catherine e Isabella fue tan rápido como efusivos habían sido sus comienzos, y se superaban tan velozmente todos los grados de un creciente cariño que pronto no quedaron nuevas pruebas que dar de él a sus amigos o mutuamente. Se llamaban por su nombre de pila, paseaban siempre cogidas del brazo, se unían al mismo grupo de baile y no se dejaban separar; si una mañana lluviosa les privaba de otras diversiones, mantenían su resolución de verse, desafiando la humedad y el barro, y se encerraban juntas a leer novelas. Sí, novelas, pues no voy a adoptar esa poco generosa y poco política costumbre, tan común en los que escriben novelas, de denigrar con su despectiva censura las mismas manifestaciones cuyo número están ellos mismos incrementando, haciendo frente común con sus mayores enemigos al lanzar los más duros epítetos contra tales obras y no permitiendo casi nunca que las lea su propia heroína, la cual, si por casualidad coge una en sus manos, siempre hojeará sus insípidas páginas con desprecio. Porque, ¡ay!, si la heroína de una novela no es defendida por la de otra, ¿de quién puede esperar protección y consideración? ¿Cómo no vamos a sublevarnos contra esto? Dejemos que los periodistas censuren a sus anchas tales efusiones de la fantasía y ante cada nueva novela repitan los manidos y tontos argumentos con que la prensa gruñe en la actualidad.»

Jane Austen
La abadía de Northanger

22 de mayo de 2014

Garrote vil para dos inocentes. El caso Delgado-Granado



«Todos los testigos corroboraban las declaraciones de Delgado y Granado, pero eso no suponía que éstos tuvieran una coartada, y menos aún que fueran inocentes. Los empleados del garaje H.A.F.A. sostenían que ambos habían estado allí en la mañana del día 29. La propia María Cruz y una de sus vecinas coincidían en que a las tres y media de la tarde habían marchado a la piscina y regresado entre una hora o una hora y media más tarde. Las telefonistas daban cuenta de la presencia de los dos a las siete de la tarde en la central de la calle Marcudos, en la que permanecieron durante una hora aproximadamente. María Cruz dijo que regresaron a recogerla a las nueve de la noche para ir al cine, y el camarero del bar El Madroñal aseguraba que a la una de la madrugada estuvieron en el establecimiento hasta que éste cerró, una hora más tarde.

Una jornada muy apretada pero que, a juicio del juez instructor, no impedía que hubieran tenido tiempo de colocar las bombas. Aún más, toda aquella actividad no tenía otro objeto que hacer pasar desapercibidas sus intenciones criminales.»

Carlos Fonseca
Garrote vil para dos inocentes. El caso Delgado-Granado

19 de mayo de 2014

El perfume






«En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las calles apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a orina, los huecos de las escaleras apestaban a madera podrida y excrementos de rata; las cocinas, a col podrida y grasa de carnero; los aposentos sin ventilación apestaban a polvo enmohecido; los dormitorios, a sábanas grasientas, a edredones húmedos y al penetrante olor dulzón de los orinales. Las chimeneas apestaban a azufre; las curtidurías, a lejías cáusticas; los mataderos a sangre coagulada. Hombres y mujeres apestaban a sudor y ropa sucia; en sus bocas apestaban los dientes infectados, los alientos olían a cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos. Apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se respiraba igual bajo los puentes y en los palacios. El campesino apestaba como el clérigo; el oficial de artesano, como la esposa de maestro; apestaba la nobleza entera y, sí, incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una cabra vieja, tanto en verano como en invierno, porque en el siglo XVIII aún no se había atajado la actividad corrosiva de las bacterias y por consiguiente no había ninguna acción humana, ni creadora ni destructora, ninguna manifestación incipiente o en decadencia que no fuera acompañada de algún hedor.»

Patrick Süskind
El perfume

15 de mayo de 2014

543



Temo a la persona de pocas palabras.
Temo a la persona silenciosa.
Al sermoneador, lo puedo aguantar;
al charlatán, lo puedo entretener.

Pero con quien cavila
mientras el resto no deja de parlotear,
con esta persona soy cautelosa.
Temo que sea una gran persona.


Emily Dickinson

11 de mayo de 2014

Pippi Calzaslargas

«En los confines de una pequeña ciudad sueca había un viejo jardín abandonado. En el jardín había una vieja casa, y allí vivía Pippi Calzaslargas. Tenía nueve años y vivía completamente sola. No tenía padre ni madre, lo cual era una ventaja, pues así nadie la mandaba a la cama precisamente cuando más estaba divirtiéndose, ni la obligaba a tomar aceite de hígado de bacalao cuando le apetecían caramelos de menta.

Hubo un tiempo en que Pippi tenía un padre al que quería mucho. Naturalmente también había tenido una madre, pero de esto hacía tanto tiempo que ya no se acordaba.

La madre murió cuando Pippi era aún una niñita que se pasaba el día acostada en la cuna y lloraba de tal modo que nadie podía acercarse a ella. Pippi creía que su madre vivía ahora allá arriba en el cielo, y que miraba hacia abajo por un agujero para ver a su hija. Pippi solía saludar con la mano a su madre y decirle:

—No te preocupes por mí, que yo sé cuidarme solita.»

Astrid Lindgren
Pippi Calzaslargas

6 de mayo de 2014

Estío

«Charity siempre había sospechado que la suerte de la desterrada Julia podía tener sus compensaciones. Había esos otros finales peores que el pueblo conocía, mezquinos, miserables, inconfesados; otras vidas que continuaban tristemente, sin cambios visibles, en el mismo estrecho escenario de hipocresía. Pero no eran esas las razones que la retenían. Desde el día antes, sabía con exactitud qué sentiría si Harney la tomaba entre sus brazos; el fundirse de la mano en la mano y la boca en la boca, y la larga llama que la haría arder de los pies a la cabeza. Pero mezclado con ese sentimiento había otro: el admirado orgullo de gustarle a él, la sorprendente dulzura que la compasión de él había dejado en su corazón. A veces, cuando su juventud la desbordaba, se había imaginado rindiéndose como las otras muchachas a caricias furtivas a la luz del crespúsculo; pero no podía abaratarse ante Harney. No sabía por qué se marchaba pero, puesto que iba a hacerlo, ella tenía la impresión de que no debía hacer nada que deformara la imagen de ella que él se llevaba. Si la quería tendría que buscarla: no debía sorprenderse tomándola a ella como se tomaba a muchachas como Julia Hawes…».

Edith Wharton
Estío

3 de mayo de 2014

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«Barry Sindler estaba harto. La mujer que tenía enfrente no paraba de refunfuñar. Era la típica ricachona del Este que llevaba bien puestos los pantalones. Se comportaba a lo Katharine Hepburn: segura de sí misma, con voz nasal y acento de Newport. Sin embargo, a pesar de su aire aristocrático, lo único que sabía hacer era tirarse al profesor de tenis, como todas las cabezas de chorlito con tetas de silicona de Los Ángeles.

No obstante, iba bien acompañada por el imbécil de su abogado, vestido con su traje de raya diplomática, camisa de cuello abotonado, corbata de moaré y ridículos zapatitos de cordones de puntera picada, un memo salido de Ivy League que se llamaba Bob Wilson. No hacía falta pensar mucho para adivinar por qué todo el mundo lo llamaba Wilson el Blanco. Nunca se cansaba de recordarles a los demás que había estudiado en Harvard, como si les importara un carajo. A Barry Sindler no, desde luego. Sabía que Wilson era un caballero, lo cual equivalía a ser un gallina. No se le tiraría al cuello.

Sindler, en cambio, siempre se tiraba al cuello de sus víctimas.

La mujer, Karen Diehl, seguía hablando. Santo Dios, cuánto hablaban las putas ricachonas. Sindler no la interrumpía porque no quería que el Blanco anotara en el informe que Sindler la estaba acosando. Wilson se lo había advertido ya cuatro veces. Pues muy bien, que la bruja hablara cuanto quisiera. Que contara con todo lujo de detalles la agotadora y pasmosamente aburrida historia de por qué su marido era un padre pésimo y un jodido sinvergüenza. A fin de cuentas, era ella quien le había puestos los cuernos.

No es que eso fuera a salir a relucir ante el tribunal. En California no hacía falta inculpar a ninguno de los esposos para conseguir el divorcio, no tenía por qué ocurrir nada en particular, bastaba con que existieran “diferencias irreconciliables”. Sin embargo, la infidelidad de la mujer siempre animaba el proceso. En manos de un experto, como por ejemplo Barry, este hecho podía tergiversarse con facilidad para insinuar que aquella mujer tenía prioridades que le importaban más que sus queridos hijos. Desatendía sus necesidades, no era una tutora de fiar, era una egoísta que solo se preocupaba de su propio bienestar mientras los niños quedaban al cuidado de la asistenta hispana.»

Michael Crichton
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