30 de abril de 2014

Los girasoles ciegos






“Serían las ocho de la mañana cuando llegaron a Arganda del Rey. Todo estaba preparado. Un muro de mampostería, resto de un establo derruido, una explanada, un pelotón de fusilamiento y una cadena de guardianes aportaron todo lo necesario para la ejecución. Otros camiones, otros condenados, otras desesperaciones se sumaron a la ceremonia. Un sacerdote con estola morada rezaba en latín rutinarias imploraciones de misericordia. Eran casi un centenar y tuvieron que agolparse para no exceder la dimensión del muro. Unos instantes de silencio para que el sacerdote terminara su plegaria que concluyó con una bendición trazada en el aire con la languidez de un adiós entristecido e inmediatamente «Pelotón», silencio, «Apunten», silencio, «Fuego».

Si alguien gritó, nadie pudo oírlo.

Cuando el capitán Alegría recobró el conocimiento, estaba sepultado en una fosa común amalgamado en un caos de muertos y de tierra. Tardó tiempo, pero, desoyendo el dolor, supo que había transgredido, de nuevo, las leyes del mundo donde el retorno está prohibido. Estaba vivo. Un universo de médulas, cartílagos inertes, sangre coagulada, heces, alientos detenidos y corazones sorprendidos por la muerte conservaron bolsas de aire en aquel desajuste de difuntos que le permitió respirar aun enterrado. Estaba vivo.

Hay una oscuridad para los vivos y otra oscuridad para los muertos y Alegría las confundió porque no trató de abrir los ojos, pero al oír su propio llanto supo que aquél no era el silencio de los muertos. Estaba vivo.”

Alberto Méndez
Los girasoles ciegos

28 de abril de 2014

El rostro de mi hermana






«Al colgar el teléfono me sentía contento, casi eufórico, una sensación que me invade a menudo cuando he superado alguna dificultad, y me di un homenaje sirviéndome un cuarto de vaso de whisky, algo que no suelo hacer a esa hora del día. Mi euforia duraba, tal vez gracias al whisky, y me permití otro cuarto de vaso. Cerca de las siete y media salí de mi casa y me dirigí al Koryfee, un café que no hace honor a su nombre pero donde a veces me tomo una o dos cervezas.

Allí me encontré con Karl Homann, un hombre de mi edad que vive en el barrio y con quien tengo una relación algo forzada porque en una ocasión me salvó la vida. Por suerte no estaba solo, así que cuando me invitó a sentarme con él, me pareció que podría permitirme buscar una mesa para mí solo. Fui hacia el fondo del local. El hecho de haber tenido el coraje de rechazar su invitación me había alterado de tal manera que no descubrí a Marion, una mujer con quien había tenido una relación no del todo carente de dolor, hasta después de haberme sentado. Estaba sentada tres mesas más allá. Hojeaba un periódico y posiblemente aún no me había visto. Tampoco yo habría tenido necesariamente que verla a ella, y pedí una cerveza mientras esperaba la evolución de los hechos. No obstante, había algo insoportable en esa situación y forcé que nuestras miradas se cruzaran. Y cuando al rato ella levantó la vista del periódico y me miró, comprendí que me había descubierto hacía tiempo. Le sonreí y levanté mi vaso. Ella levantó el suyo, dobló el periódico y se acercó a mi mesa. Me levanté. Otto, dijo, y me dio un abrazo. Luego añadió: ¿Puedo sentarme? Claro, contesté, pero me iré pronto, voy a casa de mi hermana. Cogió su vaso. Parecía algo alterada. Dijo que estaba encantada de verme, y yo dije que estaba encantado de verla a ella. Dijo que pensaba a menudo en mí. No contesté, aunque yo también pensaba en ella, pero, eso sí, con sentimientos algo contradictorios, en parte debido a su vehemencia sexual, a la que yo no había logrado corresponder, lo que en una ocasión, la última, le había hecho exclamar que un coito no es una misa. Le pregunté, para desviar la conversación, cómo se encontraba, y charlamos tranquilamente hasta que apuré mi vaso y dije que tenía que marcharme. Entonces ella también se iría, dijo. Después, al levantarnos, añadió: Si no hubieras tenido que ir a ver a tu hermana, ¿habrías querido venir a mi casa? Me habría sentido tentando, le contesté. Llámame alguna vez, dijo. Sí, conteste.»

Kjell Askildsen
El rostro de mi hermana

20 de abril de 2014

1984






“Era un día luminoso y frío de abril y los relojes daban las trece. Winston Smith, con la barbilla clavada en el pecho en su esfuerzo por burlar el molestísimo viento, se deslizó rápidamente por entre las puertas de cristal de las Casas de la Victoria, aunque no con la suficiente rapidez para evitar que una ráfaga polvorienta se colara con él.

El vestíbulo olía a legumbres cocidas y a esteras viejas. Al fondo, un cartel de colores, demasiado grande para hallarse en un interior, estaba pegado a la pared. Representaba sólo un enorme rostro de más de un metro de anchura: la cara de un hombre de unos cuarenta y cinco años con un gran bigote negro y facciones hermosas y endurecidas. Winston se dirigió hacia las escaleras. Era inútil intentar subir por el ascensor. No funcionaba con frecuencia y en esta época la corriente se cortaba durante las horas de día. Esto era parte de las restricciones con que se preparaba la Semana del Odio. Winston tenía que subir a un séptimo piso. Con sus treinta y nueve años y una úlcera de varices por encima del tobillo derecho, subió lentamente, descansando varias veces. En cada descansillo, frente a la puerta del ascensor, el cartelón del enorme rostro miraba desde el muro. Era uno de esos dibujos realizados de tal manera que los ojos le siguen a uno adondequiera que esté. EL GRAN HERMANO TE VIGILA, decían las palabras al pie.”

George Orwell
1984

17 de abril de 2014

BIOGRAFÍA


No cojas la cuchara con la mano izquierda.
No pongas los codos en la mesa.
Dobla bien la servilleta.
Eso, para empezar.
 

Extraiga la raíz cuadrada de tres mil trescientos trece.
¿Dónde está Tanganika? ¿Qué año nació Cervantes?
Le pondré un cero en conducta si habla con su compañero.
Eso, para seguir.
 

¿Le parece a usted correcto que un ingeniero haga versos?
La cultura es un adorno y el negocio es el negocio.
Si sigues con esa chica, te cerraremos las puertas.
Eso, para vivir.
 

No seas tan loco. Sé educado. Sé correcto.
No bebas. No fumes. No tosas. No respires.
¡Ay sí, no respirar! Dar el no a todos los nos.
Y descansar: Morir.
 


Gabriel Celaya

11 de abril de 2014

Un paseo por el lado salvaje






«Hallie bajaba la primera, con una taza de té hirviendo en la mano y la gata berrenda cojeando a su lado. Era una gata a la que ofendía todo, bastaba con que estuviera vivo. Caminaba al lado de su ama sobre la piedra, pero en cuanto notaba rocío bajo las patas, retrocedía. Hallie levantaba la punta del pie, la gata saltaba, se meneaba y subía hasta su hombro ayudándose de las garras. Y entonces iban juntas a darle los buenos días a los junquillos que crecían entre los adoquines. Aunque entre los adoquines del corazón de Hallie no volvería a brotar ningún junquillo.

Un corazón como una lápida solitaria, cubierta ahora de hierbajos invernales. Bajo ellos, el hijo yacía enterrado, el niño que sólo tenía tres años cuando murió. El que había sorprendido a su madre aquel triste y repentino otoño preguntándole:

-Mamá, ¿me servirá los guantes para el invierno?, ¿y las orejeras?, ¿será caliente mi abrigo?

Sus últimas Navidades, el niño había metido la mano detrás de uno de los adornos luminosos y se lo había acercado a la cara, absorbiendo extasiado su calor, hasta que ella le dijo que lo pusiera en su sitio.

Ahora, nueve enclaustradas Navidades después, ella paseaba maquillada, pintarrajeada y vestida con esmero a la falsa luz nocturna; y algo hinchado con forma de hongo, el tedio como un cáncer vivo, le pesaba en el corazón y en el cerebro.»

Nelson Algren
Un paseo por el lado salvaje

Fotografía de Eudora Welty. 

9 de abril de 2014

San Manuel Bueno, mártir




«-La envidia –gustaba repetir- la mantienen los que se empeñan en creerse envidiados, y las más de las persecuciones son efecto más de la manía persecutoria que no de la perseguidora.
-Pero fíjese, don Manuel, en lo que me han querido decir…

Y él:

-No debe importarnos tanto lo que uno quiera decir como lo que diga sin querer.

Su vida era activa, y no contemplativa, huyendo cuanto podía de no tener nada que hacer. Cuando oía eso de que la ociosidad es la madre de todos los vicios, contestaba: “Y del peor de todos, que es el pensar ocioso”. Y como yo le preguntara una vez qué es lo que con eso quería decir, me contestó: “Pensar ocioso es pensar para no hacer nada o pensar demasiado en lo que se ha hecho y no en lo que hay que hacer. A lo hecho pecho, y a otra cosa, que no hay peor que remordimiento sin enmienda”.»

Miguel de Unamuno
San Manuel Bueno, mártir

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