23 de diciembre de 2014

El hombre en busca de sentido


«De todo lo expuesto debemos concluir que hay dos razas de hombres en el mundo y nada más que dos: la “raza” de los hombres decentes y la raza de los hombres indecentes. Ambas se entremezclan en todas partes y en todas las capas sociales. Ningún grupo social se compone exclusivamente de hombres decentes o indecentes. En este sentido, ningún grupo es de “pura raza”. Por eso, a veces, asomaba entre los guardias alguna persona decente.

La vida en un campo de concentración desgarraba el alma humana y exponía a la luz sus abismos más escondidos. ¿Puede sorprender que a ese nivel de profundidad encontremos cualidades humanas que, en su íntima naturaleza, estén compuestas de bien y de mal? La frontera que separa el bien del mal, y que imaginariamente atraviesa a todo ser humano, fondea en las honduras del alma y hasta allí penetró el bisel de los sufrimientos soportados en un campo de concentración.

La Historia nos brindó la oportunidad de conocer al hombre quizá mejor que ninguna otra generación. ¿Quién es, en realidad, el hombre? Es el ser que siempre decide lo que es. Es el ser que inventó las cámaras de gas, pero también es el ser que entró en ellas con paso firme y musitando una oración.»

Viktor Frankl

El hombre en busca de sentido

18 de diciembre de 2014

Crimen y castigo


«Su cuartucho se hallaba bajo el tejado de un gran edificio de cinco pisos y, más que una habitación, parecía una alacena. En cuanto a la patrona, que le había alquilado el cuarto con servicio y pensión, ocupaba un departamento del piso de abajo; de modo que nuestro joven, cada vez que salía, se veía obligado a pasar por delante de la puerta de la cocina, que daba a la escalera y estaba casi siempre abierta de par en par. En esos momentos experimentaba invariablemente una sensación ingrata de vago temor, que le humillaba y daba a su semblante una expresión sombría. Debía una cantidad considerable a la patrona y por eso temía encontrarse con ella. No es que fuera un cobarde ni un hombre abatido por la vida. Por el contrario, se hallaba desde hacía algún tiempo en un estado de irritación, de tensión incesante, que rayaba en la hipocondría. Se había habituado a vivir tan encerrado en sí mismo, tan aislado, que no sólo temía encontrarse con su patrona, sino que rehuía toda relación con sus semejantes. La pobreza le abrumaba. Sin embargo, últimamente esta miseria había dejado de ser para él un sufrimiento. El joven había renunciado a todas sus ocupaciones diarias, a todo trabajo.»

Fiodor Dostoievski
Crimen y castigo

15 de diciembre de 2014

HOMBRE

Luchando, cuerpo a cuerpo, con la muerte,
al borde del abismo, estoy clamando
a Dios. Y su silencio, retumbando,
ahoga mi voz en el vacío inerte.

Oh Dios. Si he de morir, quiero tenerte
despierto. Y, noche a noche, no sé cuándo
oirás mi voz. Oh Dios. Estoy hablando
solo. Arañando sombras para verte.

Alzo la mano, y tú me la cercenas.
Abro los ojos: me los sajas vivos.
Sed tengo, y sal se vuelven tus arenas.

Esto es ser hombre: horror a manos llenas.
Ser –y no ser – eternos, fugitivos.
¡Ángel con grandes alas de cadenas!


Blas de Otero
Ángel fieramente humano

8 de diciembre de 2014

El corto verano de la anarquía. Vida y muerte de Durruti.


«La dramaturgia de la leyenda heroica ya ha sido establecida en sus rasgos esenciales. Los orígenes del héroe son modestos. Se destaca de su anonimato como luchador individual ejemplar. Su gloria va unida a su valor, a su sinceridad y a su solidaridad. Sale airoso en situaciones desesperadas, en la persecución y en exilio. Donde otros caen él siempre se escapa, como si fuera invulnerable. Sin embargo, sólo a través de su muerte completará su ser. Una muerte así siempre tiene algo de enigmático. En el fondo sólo puede explicarse por una traición. El fin del héroe parece un presagio, pero también una consumación. En este preciso instante se cristaliza la leyenda. Su entierro se convierte en manifestación. Se pone su nombre a las calles, su retrato aparece en las paredes y en los carteles políticos; se convierte en talismán. La victoria de su causa habría conducido a su canonización, lo que casi siempre equivale a decir al abuso y la traición. Así, también Durruti habría podido convertirse en un héroe oficial, en un héroe nacional. La derrota de la revolución lo preservó de este destino. Así siguió siendo lo que siempre fue: un héroe proletario, un defensor de los explotados, de los oprimidos y perseguidos. Pertenece a la antihistoria que no figura en los libros de texto. Su tumba se halla en los suburbios de Barcelona, a la sombra de una fábrica. Sobre la blanca losa siempre hay flores. Ningún escultor ha cincelado su nombre. Sólo quien se fije bien podrá leer lo que un desconocido raspó con una navaja y mala letra sobre la piedra: la palabra Durruti.»

Hans Magnus Enzensberger
El corto verano de la anarquía. Vida y muerte de Durruti.

5 de diciembre de 2014

El mito de Sísifo

«Existen los que han nacido para vivir y los que han nacido para amar. Por los menos, Don Juan lo diría de buena gana. Pero podría elegir mediante una abreviación, pues el amor de que se habla aquí está adornado con las ilusiones de lo eterno. Todos los especialistas de la pasión nos lo dicen: no hay amor eterno si no es contrariado. No hay pasión sin lucha. Semejante amor no termina sino en la última contradicción, que es la muerte. Hay que ser Werther o nada. Hay también en esto muchas maneras de suicidarse, una de las cuales es el don total y el olvido de la propia persona. Don Juan, tanto como cualquier otro, sabe que eso puede ser conmovedor. Pero es uno de los pocos enterados de que lo importante no es eso. Sabe también que aquellos a quienes un gran amor aparta de toda vida personal se enriquecen, quizá, pero empobrecen seguramente a los elegidos por su amor. Una madre, una mujer apasionada tiene necesariamente el corazón seco, pues está apartado del mundo. Un solo sentimiento, un solo ser, un solo rostro, pero todo está devorado. Es otro amor el que conmueve a Don Juan, y éste es liberador. Trae consigo todos los rostros del mundo y su estremecimiento se debe a que se sabe perecedero. Don Juan ha elegido no ser nada.»

Albert Camus

El mito de Sísifo

4 de diciembre de 2014

Rayuela


«Por la mañana, obstinados todavía en la duermevela que el chirrido horripilante del despertador no alcanzaba a cambiarles por la filosa vigilia, se contaban fielmente los sueños de la noche. Cabeza contra cabeza, acariciándose, confundiendo las piernas y las manos, se esforzaban por traducir con palabras del mundo de fuera todo lo que habían vivido en las horas de tiniebla. A Traveler, un amigo de juventud de Oliveira, lo fascinaban los sueños de Talita, su boca crispada o sonriente según el relato, los gestos y exclamaciones con que lo acentuaba, sus ingenuas conjeturas sobre la razón y el sentido de sus sueños. Después le tocaba a él contar los suyos, y a veces a mitad de un relato sus manos empezaban a acariciarse y pasaban de los sueños al amor, se dormían de nuevo, llegaban tarde a todas partes.

Oyendo a Talita, su voz un poco pegajosa de sueño, mirando su pelo derramado en la almohada, Traveler se asombrada de que todo eso pudiera ser así. Estiraba un dedo, tocaba la sien, la frente de Talita. (“Y entonces mi hermana era mi tía Irene, pero no estoy segura”), comprobaba la barrera a tan poco centímetros de su propia cabeza (“Y yo estaba desnudo en un pajonal y veía el río lívido que subía, una ola gigantesca…”). Habían dormido con las cabezas tocándose y ahí, en esa inmediatez física, en la coincidencia casi total de las actitudes, las posiciones, el aliento, la misma habitación, la misma almohada, la misma oscuridad, el mismo tictac, los mismos estímulos de la calle y la ciudad, las mismas radiaciones magnéticas, la misma marca de café, la misma conjunción estelar, la misma noche para los dos, ahí estrechamente abrazados, habían soñado sueños distintos, habían vivido aventuras disímiles, el uno había sonreído mientras la otra huía aterrada, el uno había vuelto a rendir un examen de álgebra mientras la otra llegaba a una ciudad de piedras blancas.»

Julio Cortázar
Rayuela


30 de noviembre de 2014

Diario íntimo


«El viernes estuve con Katherine Mansfield. De entrada, una formalidad y una frialdad imperturbables y desconcertantes. Preguntas sobre la casa y cosas así. Ningún placer ni emoción al verme. Me impresionó lo que tiene de gato: distante, tranquila, siempre solitaria y vigilante. Luego hablamos sobre la soledad, y me di cuenta de que ella expresaba mis propios sentimientos como jamás los he oído expresar. Entonces empezamos a ir a compás, y como siempre, hablamos con tanta naturalidad como si estos ocho meses hubieran sido unos minutos.»

Virginia Woolf
Diario íntimo

24 de noviembre de 2014

ÍCARO

Con Ícaro, de Creta se escapaba
Dédalo, y ya las alas extendía,
y al hijo, que volando le seguía,
con amor paternal amonestaba:

que si el vuelo más alto levantaba,
la cera con el sol se desharía,
y en el mismo peligro le pondría
el agua y su vapor, si más bajaba.

Mas el soberbio mozo, y poco experto,
enderezóse luego al alto cielo
y, ablandada la cera en el altura,

perdió las alas y, en el aire muerto,
recibiéndole el mar del alto vuelo,
por el nombre le dio la sepultura.


Hernando de Acuña 

19 de noviembre de 2014

El asedio


«Tunc. El centinela ni siquiera grita. Dormía. Sin pararse a pensar en el bulto oscuro sobre el que acaba de descargas un sablazo, Mojarra sigue camino hasta el cobertizo, busca la puerta, la abre de una patada. Ninguno de los cuatro dice una palabra. Casi empujándose unos a otros se precipitan en el interior, donde la débil claridad que se filtra de afuera sólo permite distinguir cinco o seis formas oscuras tendidas en el suelo. Huele a cerrado, sudor, tabaco rancio, ropa húmeda y sucia. Tunc, chas. Tunc, chas. Sistemáticamente, como si estuvieran podando ramas de árbol, los salineros empiezan a dar tajos y hachazos. A los últimos bultos, ya despiertos, les da tiempo a gritar. Uno llega a revolverse con violencia, intentando escapar a gatas hacia la puerta mientras emite un alarido de terror desesperado que suena a protesta. Tunc, tunc, tunc. Chas, chas, chas. Mojarra y sus compañeros se ceban en él, deseando acabar pronto. No saben quién estará cerca. Quién puede haber oído los gritos. Luego salen al exterior, respirando con avidez el aire del viento sucio que les clava agujas de arena. Limpiándose en la ropa húmeda la sangre que les pringa las manos y les salpica la cara.»

Arturo Pérez-Reverte
El asedio

10 de noviembre de 2014

Hablaba con las bestias, los peces y los pájaros


«Pero si deseamos establecer una relación más personal, porque vivimos solos y gustamos de tener a alguien que se alegre de nuestro regreso al hogar y nos reciba, entonces nos procuraremos un perro. No creamos que sea cruel tener a uno de estos animales en una vivienda urbana. Su felicidad depende principalmente del tiempo que podamos pasar con él y de las veces que pueda acompañarnos en nuestros paseos o salidas. No le importará esperar horas delante de nuestro gabinete de trabajo, si al fin le llega la ansiada recompensa que supone para él el dar un paseo de diez minutos con nosotros. Para el perro todo se resume en la amistad personal. Pero conviene meditar bien antes la responsabilidad que nos alcanza, porque la amistad con un perro fiel es firme y dilatada. Abandonarlo equivale a darle la muerte. Y pensemos también, si somos muy sentimentales, que la duración de la vida de nuestro amigo es mucho más breve que la nuestra y que es inevitable una triste separación después de diez o catorce años.»

Konrad Lorenz

Hablaba con las bestias, los peces y los pájaros

8 de noviembre de 2014

Héroes


«Antes tenía amigos, me refiero a mucho antes, cuando era un niño. Ahora no sabría decir si eran los mejores amigos del mundo, pero estaban siempre alrededor. La primera gran pérdida de la vida adulta son los amigos. Puede que consigas un amigo con quien hablar, pero no vuelves a dar con uno que se deje abrazar. El período de tiempo que transcurre entre que pierdes los abrazos de tus amigos y encuentras los abrazos de las mujeres puede alargarse tanto que a veces parece eterno.»

Ray Loriga

Héroes

26 de octubre de 2014

La Regenta


«La aparente cordialidad y la alegría expansiva de todos los presentes ocultaban un fondo de rencores y envidias. Aquellas señoras, clérigos y caballeros particulares estaban divididos en dos bandos enemigos en aquel instante: el bando de los envidiados y el de los envidiosos; el de los convidados a comer, que eran pocos, y el de los no convidados. Aunque se hablaba tanto de tantas cosas, la idea que preocupaba a todos era la del convite. No se aludía a él y no se pensaba en otra cosa. Empezaron las despedidas, y los que se iban disimulaban el despecho, cierta vergüenza; se creían humillados, casi en ridículo. Muchacho había que saludaba torpemente y salía como corrido. Las señoras eran las que peor fingían tranquilidad e indiferencia. Algunas salían ruborizadas. Gloscester era de los que no estaban convidados. La duda que le mortificaba era esta: ¿y él? ¿está convidado De Pas? No lo sabía, y no quería marcharse sin averiguarlo. Como pasaba el tiempo, y ya gabinete y salón quedaban poco a poco despejados, el Magistral creyó que debía irse. Se acercó a la Marquesa, pero no tuvo valor para despedirse y le habló de cualquier cosa. En aquel momento entró Visitación en el gabinete, echando fuego por los ojos y mejillas, habló aparte, y “con permiso de aquellos señores” a la Marquesa y a Obdulia: las tres rodearon al Magistral y con permiso de los señores —que ya no eran más que el Arcediano y dos pollos vetustenses insignificantes— tuvieron con él un conciliábulo en que hubo risas, protestas del Magistral, mimosas y elegantes en los gestos que las acompañaban. En los murmullos de las damas había súplicas en quejidos, coqueterías sin sexo, otras con él, aunque honestamente señaladas; Glocester, que fingía atender a lo que le decían los pollos insulsos, devoraba con el rabillo del ojo a los del grupo. No cabía duda, le estaban suplicando que se quedase a comer. Terminó el conciliábulo, salieron Obdulia y Visitación, corriendo, alborotando, haciendo alarde de la confianza con que trataban a los marqueses, y los jóvenes se despidieron. Quedaban en el gabinete la Marquesa, el Magistral y Glocester. Hubo un momento de silencio. El Arcediano se dio un minuto de prórroga para ver si el otro se despedía también. En el salón se oyó la voz de algunos que decían adiós al Marqués… ya no quedaban en la casa más que los convidados… Glocester, sacando fuerzas de flaqueza, se levantó, tendió la mano a doña Rufina, y salió diciendo chistes, haciendo venias y prodigando risas falsas. Iba ciego; ciego de vergüenza y de ira. ¡Convidar al otro… a un prebendado de oficio… y desairarle a él… que era dignidad! ¡Siempre el enemigo triunfante…! Pero ya las pagaría todas juntas.»

Leopoldo Alas, “Clarín”

La Regenta

22 de octubre de 2014

El mapa y el territorio


«Era un divorcio de viejos, él tenía ya veintitrés años y era hijo único. En los divorcios de jóvenes, la presencia de los hijos, de los que hay que compartir la custodia, y a los que se ama más o menos a pesar de todo, amortigua a menudo la violencia del enfrentamiento; pero en los divorcios de viejos, en el que sólo subsisten los intereses económicos o patrimoniales, la ferocidad del combate no conoce ya ninguna clase de límite. Había visto entonces exactamente lo que era un abogado, había podido apreciar en su justa medida esa mezcla de picardía y de pereza a que se reduce el comportamiento profesional de un abogado, y muy particularmente de uno especializado en divorcios. El procedimiento había durado dos años, dos años de lucha incesante al término de la cual sus padres sentían el uno por el otro un odio tan virulento que nunca habrían de volver a verse y ni siquiera telefonearse hasta el día de sus respectivas muertes, y todo ello para firmar un convenio de divorcio de una banalidad asquerosa, que cualquier cretino podría haber redactado en un cuarto de hora después de la lectura de Le Divorce pour les nuls

Michel Houellebecq
El mapa y el territorio

8 de septiembre de 2014

El diablo de la botella



«Así fue como Keawe cortejó a Kokua. Las cosas habían ido muy deprisa, pero también va deprisa una flecha, y aún más veloz la bala de un fusil, y ambas dan en el blanco. Las cosas habían ido muy rápido, pero también habían llegado lejos, y la muchacha no dejaba de pensar en Keawe. Oía su voz en las olas que rompían contra la lava, y por aquel joven al que sólo había visto dos veces hubiera dejado a su padre, a su madre y sus islas naturales.»

Robert Louis Stevenson
El diablo de la botella

5 de septiembre de 2014

El amor en los tiempos del cólera



«Tenía veintiocho años y había parido tres veces, pero su desnudez conservaba intacto el vértigo de soltería. Florentino Ariza no había de entender nunca cómo unas ropas de penitente habían podido disimular los ímpetus de aquella potranca cerrera que lo desnudó sofocada por su propia fiebre, como no podía hacerlo con el esposo para que no la creyera una corrompida, y que trató de saciar en un solo asalto la abstinencia férrea del duelo, con el aturdimiento y la inocencia de cinco años de fidelidad conyugal. Antes de esa noche, y desde la hora de gracia en que su madre la parió, no había estado nunca ni siquiera en la misma cama con un hombre distinto del esposo muerto.

No se permitió el mal gusto de un remordimiento. Al contrario. Desvelada por las bolas de candela que pasaban zumbando sobre los tejados, siguió evocando hasta el amanecer las excelencias del marido, sin reprocharle otra deslealtad que la de haberse muerto sin ella, y redimida por la certidumbre de que nunca había sido tan suyo como lo era entonces, dentro de un cajón clavado con doce clavos de tres pulgadas, y a dos metros debajo de la tierra.»

Gabriel García Márquez
El amor en los tiempos del cólera

2 de septiembre de 2014

La lucha por la vida

«Sentáronse todos a la mesa, y la Salomé, la cuñada del zapatero, se encargó de servir la comida. Manuel no conocía a la Salomé. Era parecidísima a su hermana, la madre del Vidal. Las dos, de mediana estatura, tenían la nariz corta y descarada, los ojos negros y hermosos; a pesar de su semejanza física, las diferenciaba por completo su aspecto: la madre de Vidal, llamada Leandra, sucia, despeinada, astrosa, con trazas de mal humor, parecía mucho más vieja que Salomé, aunque no la llevaba más que tres o cuatro años. La Salomé mostraba en su semblante aire alegre y decidido.

¡Y lo que es la suerte! La Leandra, a pesar de su abandono, de su humor agrio y de su afición al aguardiente, estaba casada con un hombre trabajador y bueno, y, en cambio, la Salomé, dotada de excelentes condiciones de laboriosidad y buen genio, había concluido amontonándose con un gachó entre estafador, descuidero y matón, del cual tenía dos hijos. Por un espíritu de humildad o de esclavitud, unido a un natural independiente y bravío, la Salomé adoraba a su hombre, y se engañaba a sí misma, para considerarlo como tremendo y bragado, aunque era cobarde y gandul. El bellaco se había dado cuenta clara de la cosa, y cuando le parecía bien, con ceño terrible aparecía en la casa y exigía los cuartos que la Salomé ganaba cosiendo a máquina, a cinco céntimos las dos varas. Ella daba sin pena el producto de su penoso trabajo, y muchas veces el truhán no se contentaba con sacarle el dinero, sino que la zurraba además.»

Pío Baroja
La busca

7 de agosto de 2014

La divina comedia



“Estuvimos siempre tristes bajo aquel aire dulce que alegra el Sol, llevando en nuestro interior una tétrica humareda; ahora nos entristecemos también en medio de este cieno.”

Dante Alighieri
La divina comedia

22 de julio de 2014

Pedro Páramo





«El calor me hizo despertar al filo de la medianoche. Y el sudor. El cuerpo de aquella mujer hecho de tierra, envuelto en costras de tierra, se desbarataba como si estuviera derritiéndose en un charco de lodo. Yo me sentía nadar entre el sudor que chorreaba de ella y me faltó el aire que se necesita para respirar. Entonces me levanté. La mujer dormía. De su boca borbotaba un ruido de burbujas muy parecido al del estertor.

Salí a la calle para buscar el aire; pero el calor que me perseguía no se despegaba de mí.

Y es que no había aire; sólo la noche entorpecida y quieta, acalorada por la canícula de agosto.

No había aire. Tuve que sorber el mismo aire que salía de mi boca, deteniéndolo con las manos antes de que se fuera. Lo sentía ir y venir, cada vez menos; hasta que se hizo tan delgado que se filtró entre mis dedos para siempre.

Digo para siempre.

Tengo memoria de haber visto algo así como nubes espumosas haciendo remolino sobre mi cabeza y luego enjuagarme con aquella espuma y perderme en su nublazón. Fue lo último que vi.»

Juan Rulfo
Pedro Páramo

Fotografía de Luis Asín. 

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