«Una tarde de color de plomo, más
triste por ser de primavera y parecer de invierno, la Regenta, incorporada en
el lecho, entre murallas de almohadas, sola, oscuro ya el fondo de la alcoba,
donde tomaban posturas trágicas abrigos de ella y unos pantalones que don
Víctor dejara allí; sin fe en el médico, creyendo en no sabía qué mal incurable
que no comprendían los doctores de Vetusta, tuvo de repente, como un amargor
del cerebro, esta idea: estoy sola en el mundo. Y el mundo era plomizo o negro
según las horas, según los días; el mundo era un rumor triste, lejano, apagado,
donde había canciones de niñas, monótonas, sin sentido; estrépito de ruedas que
hacen temblar los cristales, rechinar las piedras y que se pierde a lo lejos
como el gruñir de las olas rencorosas; el mundo era una contradanza del sol
dando vueltas muy rápidas alrededor de la tierra, y esto eran los días; nada.
Las gentes entraban y salían en su alcoba como en el escenario de un teatro,
hablaban allí con afectado interés y pensaban en lo de fuera: su realidad era
otra, aquello la máscara. Nadie amaba a nadie. Así era el mundo y ella estaba
sola. Miró a su cuerpo y le pareció tierra. Era cómplice de los otros, también
se escapaba en cuanto podía; se parecía más al mundo que a ella, era más del
mundo que de ella. “Yo soy mi alma”, dijo entre dientes, y soltando las sábanas
que sus manos oprimían, resbaló en el lecho, y quedó supina mientras el muro de
almohadas se desmoronaba. Lloró con los ojos cerrados. La vida volvía entre
aquellas olas de lágrimas.»
Leopoldo Alas, “Clarín”
La Regenta