29 de febrero de 2012

La tregua



«La experiencia me ha enseñado que uno de los métodos más eficaces para derrotar a un rival es el vacilante corazón de una mujer, es elogiar sin restricciones a ese mismo rival, es volverse tan compresivo, tan noble y tolerante, que uno mismo se sienta conmovido. «De veras, todavía le tengo estima, pero estoy segura de que no hubiera podido ser ni medianamente feliz con él.» «Bueno, ¿por qué estás tan segura? ¿No decís que es un buen tipo?» «Claro que es. Pero no alcanza. Ni siquiera puedo achacarle que él sea muy frívolo y yo muy profunda, porque ni yo soy tan profunda como para que me moleste una buena dosis de frivolidad, ni él es tan frívolo como para que no llegue a conmoverlo un sentimiento verdaderamente hondo. Las dificultades eran de otro orden. Creo que el obstáculo más insalvable era que no nos sentíamos capaces de comunicarnos. Él me exasperaba; yo lo exasperaba. Posiblemente me quisiera, vaya uno a saberlo, pero lo cierto es que tenía una habilidad especial para herirme.» Qué estupendo. Yo tenía que hacer un gran esfuerzo para que la satisfacción no me inflara los carrillos, para poner la cara preocupada de alguien que en verdad lamentara que todo aquello hubiera acabado en una frustración. Hasta tuve fuerzas para abogar por mi enemigo: «¿Y vos pensaste si no tendrías también tu poco de culpa? A lo mejor, él te hería simplemente porque vos estabas siempre esperando que él te hiriese. Vivir eternamente a la defensiva no es, con toda seguridad, el método más eficaz para mejorar la convivencia.» Entonces ella sonrió y sólo dijo: «Contigo no tengo necesidad de vivir a la defensiva. Me siento feliz». Eso ya era superior a mis fuerzas de contención y disimulo. La satisfacción se derramó por todos mis poros, mi sonrisa llegó de oreja a oreja, y ya no me importó dedicarme a arruinar para siempre los prestigios aún sobrevivientes del pobre Enrique, un maravilloso derrotado.»



Mario Benedetti
La tregua

28 de febrero de 2012

El corto verano de la anarquía. Vida y muerte de Durruti.


«Un día los obreros de la cervecería Damm de Barcelona declararon la huelga porque su salario era muy bajo. Los empresarios no cedieron y despidieron incluso a algunos trabajadores. Entonces la CNT respondió con un boicot contra la cervecería. Algunos dueños de bares no quisieron participar en el boicot. Siguieron despachando cerveza Damm. Entonces los fueron a visitar Durruti y algunos compañeros, aparecían en la puerta y destrozaban los escaparates, los vasos y el bar. Pronto en todos los bares de Barcelona apareció un cartel que decía: “Aquí no se despacha cerveza Damm.” Después de unas semanas la cervecería pagó la totalidad de los salarios, volvió a ocupar a los despedidos y negoció un nuevo convenio con la CNT.»


Hans Magnus Enzensberger
El corto verano de la anarquía. Vida y muerte de Durruti.

26 de febrero de 2012

A JARIFA EN UNA ORGÍA

Trae, Jarifa, trae tu mano,
ven y pósala en mi frente,
que en un mar de lava hirviente
mi cabeza siento arder.
Ven y junta con mis labios
esos labios que me irritan,
donde aún los besos palpitan
de tus amantes de ayer.
¿Qué la virtud, la pureza?
¿Qué la verdad y el cariño?
Mentira ilusión de niño
que halagó mi juventud.
Dadme vino: en él se ahoguen
mis recuerdos; aturdida
sin sentir huya la vida;
paz me traiga el ataúd.
El sudor de mi rostro quema,
y en ardiente sangre rojos
brillan inciertos mis ojos,
se me salta el corazón.
Huye, mujer, te detesto,
siento tu mano en la mía,
y tu mano siento fría,
y tus besos hielo son.
¡Siempre igual! Necias mujeres,
inventad otras caricias,
otro mundo de delicias,
o maldito sea el placer.
Vuestros besos son mentira,
mentira vuestra ternura,
es fealdad vuestra hermosura,
vuestro gozo es padecer.
Yo quiero amor, quiero gloria,
quiero un deleite divino,
como en mi mente imagino,
como en el mundo no hay.
Y es la luz de aquel lucero
que engañó mi fantasía,
fuego fatuo, falso guía
que errante y ciego me tray.

¿Por qué murió para el placer mi alma,
y vive aún para el dolor impío?
¿Por qué, si yazgo en indolente calma,
siento, en lugar de paz, árido hastío?
¿Por qué este inquieto abrasador deseo?
¿Por qué este sentimiento extraño y vago
que yo mismo conozco un devaneo,
y busco aún su seductor halago?
¿Por qué aún finge amores y placeres
que cierto estoy de que serán mentira?
¿Por qué en pos de fantásticas mujeres
necio tal vez mi corazón delira,
si luego, en vez de prados y de flores,
halla desiertos áridos y abrojos,
y en sus sandios y lúbricos amores
fastidio sólo encontrará y enojos?
Yo me arrojé cual rápido cometa,
en alas de mi ardiente fantasía:
doquier mi arrebatada mente inquieta
dichas y triunfos encontrar creía.
Yo me lancé con atrevido vuelo
fuera del mundo en la región etérea,
y hallé la duda, y el ardiente cielo
vi convertirse en ilusión aérea.
Luego en la tierra la virtud, la gloria,
busqué con ansia y delirante amor,
y hediondo polvo y deleznable escoria
mi fatigado espíritu encontró.
Mujeres vi de virginal limpieza
entre albas nubes de celeste lumbre;
yo las toqué, y en humo su pureza
trocarse vi, y en lodo y podredumbre.
Y encontré mi ilusión desvanecida
y eterno e insaciable mi deseo:
palpé la realidad y odié la vida;
sólo en la paz de los sepulcros creo.
Y busco aún y busco codicioso,
y aun deleites el alma finge y quiere:
pregunto y un acento pavoroso
“¡Ay!”, me responde, “desespera y muere.
Muere, infeliz: la vida es un tormento,
un engaño el placer; no hay en la tierra
paz para ti, ni dicha, ni contento,
sino eterna ambición y eterna guerra.
Que así castiga Dios el alma osada
que aspira loca, en su delirio insano,
de la verdad para el mortal velada
a descubrir el insondable arcano.”

¡Oh!, cesa; no, yo no quiero
ver más, ni saber ya nada:
harta mi alma y postrada,
sólo anhela descansar.
En mí muera el sentimiento,
pues ya murió mi ventura,
ni el placer ni la tristura
vuelvan mi pecho a turbar.

Pasad, pasad en óptica ilusoria
y otras jóvenes almas engañad:
nacaradas imágenes de gloria,
coronas de oro y de laurel, pasad.
Pasad, pasad, mujeres voluptuosas,
con danza y algazara en confusión;
pasad como visiones vaporosas
sin conmover ni herir mi corazón.
Y aturdan mi revuelta fantasía
los brindis y el estruendo del festín,
y huya la noche y me sorprenda el día
en un letargo estúpido y sin fin.

Ven, Jarifa; tú has sufrido
como yo; tú nunca lloras;
más ¡ay triste!, que no ignoras
cuán amarga es mi aflicción.
Una misma es nuestra pena,
en vano el llanto contienes...,
tú también, como yo, tienes
desgarrado el corazón.


José de Espronceda
 
Poesías

24 de febrero de 2012

Jane Eyre

«A la señorita Ingram le faltaba algo para provocar mis celos: era demasiado imperfecta para despertarlos. Perdona esta aparente paradoja: sé lo que me digo. Era muy llamativa, pero no era auténtica. Tenía un bello cuerpo y muchos talentos deslumbradores, pero su mente era mediocre y su corazón yermo por naturaleza. No florecía nada de manera espontánea en esa tierra; ningún fruto natural deleitaba por su lozanía. No era buena, no era original: acostumbraba a repetir citas altisonantes de los libros, pero nunca ofrecía, ni tenía, opinión propia. Preconizaba sentimientos elevados, pero desconocía los sentimientos de compasión y piedad, carecía de ternura y sinceridad. Demostraba esto con demasiada frecuencia, descargando la antipatía malévola que albergaba contra la pequeña Adèle, rechazándola con algún epíteto ofensivo cuando se acercaba ésta, a veces echándola de la habitación, y tratándola siempre con frialdad y acritud. Otros ojos, además de los míos, observaban estas manifestaciones de carácter; las observaban de cerca, con agudeza y perspicacia. Sí, el futuro novio, el señor Rochester mismo, ejercía una vigilancia constante sobre su pretendida; y fueron su sagacidad, su recelo, su conciencia perfecta y diáfana de los defectos de su amada, la evidente ausencia de pasión de sus sentimientos por ella, lo que me causaban un sufrimiento incesante.

Me di cuenta de que se iba a casar con ella por razones de familia o, quizás, políticas, porque le convenían su rango y sus conexiones. Me parecía que no le había entregado su amor y que ella no tenía las cualidades necesarias para ganar ese tesoro. Ésta era la cuestión, esto era lo que me exasperaba y torturaba los nervios, aquí residía mi sufrimiento: ella no era capaz de enamorarlo.

Si ella hubiera conseguido una victoria inmediata y él hubiera depositado su corazón a sus pies, yo me habría tapado la cara, me habría vuelto hacia la pared y (metafóricamente) habría muerto para ellos. Si la señorita Ingram hubiese sido una mujer buena y noble, dotada de fuerza, fervor, bondad y sentido, yo habría librado una batalla con dos tigres: los celos y la desesperación. Después de que éstos me hubieran arrancado y devorado el corazón, la habría admirado, habría reconocido su perfección y me habría callado durante el resto de mis días. Cuanto más absoluta su superioridad, más profunda habría sido mi admiración y más serena mi resignación. Pero, tal como estaban las cosas, observar los intentos de la señorita Ingram de fascinar al señor Rochester, ser testigo de sus constantes fracasos sin que ella se diese cuenta de ello, creyendo, en su vanidad, que cada flecha disparada daba en el blanco y vanagloriándose de su éxito, cuando su orgullo y engreimiento repelían cada vez más lo que ella pretendía atraer; ser testigo de aquello era hallarse bajo una excitación sin fin y una despiadada represión.»

Charlotte Brontë
Jane Eyre

23 de febrero de 2012

Don Quijote de la Mancha


“Dos caminos hay, hijas, por donde pueden ir los hombres a llegar a ser ricos y honrados: el uno es el de la letras, otro, el de las armas. Yo tengo más armas que letras, y nací, según me inclino a las armas, debajo de la influencia del planeta Marte; así, que casi me es forzoso seguir por su camino, y por él tengo que ir a pesar de todo el mundo, y será en balde cansaros en persuadirme a que no quiera yo lo que los cielos quieren, la fortuna ordena y la razón pide, y, sobre todo, mi voluntad desea; pues con saber, como sé, los innumerables trabajos que son anejos al andante caballero, sé también los infinitos bines que se alcanza con ella.”


Miguel de Cervantes
Don Quijote de la Mancha

Ilustración de Rob Davis.

21 de febrero de 2012

THE BEASTLY BABY


Once upon a time there was a baby.

It was worse than other babies. For
one thing, it was larger.

Its body was not merely obese, but
downright bloated.

One of its feet had too many toes,
and the other one not enough.

Its hands were both left ones.

Its nose was beaky, and appeared
to be considerably older than the
rest of it.

Its tiny eyes were surrounded by large
black rings due to fatigue, for its
guilty conscience hardly ever allowed
it to sleep.

It was usually damp and sticky for it
wept a grat deal. It was consumed
by self-pity, which it this case was
perfectly justified.

It was capable of making only two sorts
of noises, both of them nasty.

The first was a choked gurgling,
reminiscent of faulty drains. It made
this noise when it had succeeded in
doing something particularly atrocious.

The second was a thin shriek suggestive
of fingernails on blackboards. It made
this noise when it had been prevented from
doing something particularly atrocious.

Fortunately, it was unable to walk.

It had never been given a name since
no-one cared to talk about it. When it
was absolutely necessary to do so, it
was referred to as the Beastly Baby.

Dangerous objects were left about in the
hope that it would do itself an injury,
preferably fatal.

But it never did, and instead, hacked
up the carpets with knives.

Or burnt enormous holes in the upholstery
with acid.

Or shot bric-à-brac off the tables.

A day in the broiling sun had no other
effect than to turn it a horrid purple.

When it was taken bathing, it always
floated back to shore, festooned with
slimy green weed.

In public places some officious person
was certain to point out that it was
in danger of being left behind.

Inevitably, a policeman was looking on
whenever it was just about to be
momentarily set down on a doorstep.

In the meantime it grew larger and older
every day, and what this would
eventually lead to, no-one liked to think.

Then one day it was taken on a picnic.

It was set on an exposed ledge some
distance from where the food was.

A few minutes later, a passing eagle
noticed it there.

The eagle, having never before been
presented with this classic opportunity
carried it off.

The Eagle found keeping hold of it more
difficult than he had expected.

He attempted to get a further grip on it
with his break.

There was a wet sort of explosion,
audible for several miles.

And that, thank heavens! was the end
of the Beastly Baby.


Edward Gorey 
Amphigorey Too

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