31 de julio de 2011

Cumbres borrascosas

“Quiere usted al señorito Edgar porque es guapo, joven, alegre y rico y porque está enamorado de usted. Pero esto último no es razón; podría quererle lo mismo aunque él no la quisiera y también no quererle si él, aunque la quisiera, careciese de los otros cuatro atractivos.
—Eso es verdad. Si fuera feo y además un patán solamente conseguiría darme pena, y hasta puede que le llegase a odiar.
—Pero hay en el mundo muchos otros hombres jóvenes guapos y ricos, posiblemente más que él. ¿Qué inconveniente habría para que se enamorase de uno de ellos?
—Si existen, yo nunca me los he topado. Jamás he conocido a nadie como Edgar.
—Pero lo puede conocer. Y además guapo y joven no va seguirlo siendo siempre, y a lo mejor incluso tampoco rico.
—Lo es ahora, y para mí lo único que cuenta es el presente. A ver si hablas con un poco más de sentido común.
—Está bien, si lo único que cuenta para usted es el presente, eso dirime la cuestión: cásese con el señor Linton.
—No necesito para nada tu permiso, me pienso casar con él. Pero, a todo esto, no me has dicho aún si hago bien o no.
—Perfectamente bien, en la medida en que puede estar bien no atender más que al presente por parte de alguien que se va a casar. Y ahora vamos a ver, ¿por qué se siente desgraciada? A su hermano le dará una alegría, la señora y el señor Linton no creo que tengan nada que objetar, saldrá usted de una casa caótica y sin comodidades para entrar en otra rica y respetable, Edgar la ama y usted a él. Todo parece ir como sobre ruedas, ¿dónde está el problema?
—¡Pues aquí y aquí! —contestó Catherine, golpeándose la frente con una mano y el pecho con la otra—. Dondequiera que se albergue el alma. ¡Porque en el fondo de mi alma y de mi corazón estoy convencida de que hago mal!
—¡Qué cosa más rara! No lo puedo entender.
—Es un secreto, pero si no te burlas de mí te lo voy a contar. Explicártelo muy claro no podré, pero sí darte una idea de lo que siento.

Se volvió a sentar a mi lado y la expresión del rostro se le puso más seria y grave. Las manos cruzadas le temblaban.

—Dime, Nelly —preguntó de improviso, tras algunos minutos de reflexión—, ¿tú nunca has soñado cosas raras?
—Pues sí, de vez en cuando —contesté.
—Yo también. He tenido algunos sueños en mi vida que se me han quedado dentro para siempre y han cambiado totalmente mi forma de pensar; se han ido metiendo cada vez más hondo en mi ser, como el vino cuando se mezcla con el agua, y me han teñido el alma de otro color.”


Emily Brontë
Cumbres borrascosas

27 de julio de 2011

Miedo y asco en Las Vegas

«El baño era como el interior de un inmenso altavoz defectuoso. Nefandas vibraciones, ruido insoportable. Suelo lleno de agua. Separé la radio cuanto pude la bañera y luego salí y cerré la puerta.

Segundos después, me gritaba:

―¡Socorro! ¡Eh, tú, cabrón! ¡Necesito ayuda!

Volví corriendo, pensando que se había cortado una oreja sin darse cuenta.

Pero no... intentaba llegar desde la bañera a la estantería de fornica blanca donde estaba la radio.

―Quiero esa radio maldita ―bufaba.

Se la quité de la mano.

―¡Imbécil! ―dije―. ¡Vuelve a esa bañera! ¡Deja esa radio de una puta vez!

Volví a quitársela de la mano. Estaba tan alta que resultaba difícil saber lo que tocaban a menos que conocieses Cojín Subrealista casi nota a nota... que era mi caso, por entonces. Por lo cual supe que había terminado “Conejo Blanco”. El punto álgido había llegado y pasado.

Pero al parecer mi abogado no lo entendía. Quería más.

―¡Otra vez! ―gritó―. ¡Necesito oírlo otra vez!

Sus ojos eran ahora locura absoluta, no podía centrarlos. Parecía al borde de una especie de orgasmo psíquico totalmente sobrecogedor...

―¡Ponla otra vez! ―aullaba―. ¡A todo lo que dé ese trasto! Y cuando llegue esa fantástica nota en que el Conejo se arranca la cabeza de un mordisco, quiero que tires esa maldita radio aquí a la bañera conmigo.

Le miré fijamente, agarrando con fuerza la radio.

―Ni hablar ―dije por fin―. Me gustaría mucho meter un aguijón eléctrico de cuatrocientos cuarenta voltios en esa bañera ahora mismo. Pero esta radio no. Te haría atravesar esa pared... liquidado en diez segundos.

Luego me eché a reír.

―Me obligarían a explicarlo, coño... me someterían a uno de esos interrogatorios tan jodidos para que explicara... sí... los detalles exactos. No me apetece nada.

―¡Chorradas! ―gritó él―. ¡No tienes más que decirles que yo quería Subir Más!

Lo pensé un momento.

―Vale, vale ―dije por fin―. Tienes razón. Probablemente sea la única solución.

Cogí la radio/grabadora (que estaba aún enchufada) y la puse sobre la bañera.

―Espera que compruebe si está todo aclarado ―dije―. Tú quieres que yo tire este trasto en la bañera en mitad de “Conejo Blanco”, ¿no es eso?

Se tumbó en el agua y sonrió agradecido.

―Sí, joder ―dijo―. Empezaba a pensar que iba a tener que salir para decirle a una de esas malditas doncellas que lo hiciera.

―No te preocupes ―dije―. ¿Listo?

Apreté el botón y empezó a alzarse otra vez “Conejo Blanco”. Casi inmediatamente, él empezó a aullar y gemir... otra vez a la carrera por la ladera arriba de aquella montaña, pensado que, ahora, llegaría por fin a la cima. Tenía los ojos cerrados muy fuerte y sólo le sobresalían del agua verde y aceitosa la cabeza y la punta de las rodillas.

Dejé que la canción siguiera y busqué entre el montón de pomelos maduros y gordos que había junto al lavabo. El más grande pesaba ochocientos gramos. Agarré aquel cabrón... y justo cuando “Conejo Blanco” llegaba al punto culminante, lo dejé caer en la bañera como una bala de cañón.

Mi abogado lanzó un alarido descomunal, se estiró en la bañera como tiburón detrás de carne, llenando el suelo de agua, mientras luchaba por agarrar algo.»


Hunter S. Thompson
Miedo y asco en Las Vegas

26 de julio de 2011

RIMA LIII


Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus cristales
jugando llamarán.

Pero aquellas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha a contemplar,
aquellas que aprendieron nuestros nombres…
ésas… ¡no volverán!

Volverán las tupidas madreselvas
de tu jardín las tapias a escalar,
y otra vez a la tarde aún más hermosas
sus flores se abrirán.

Pero aquellas cuajadas de rocío
cuyas gotas mirábamos temblar
y caer como lágrimas del día…
ésas… ¡no volverán!

Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar,
tu corazón, de su profundo sueño
tal vez despertará.

Pero mudo y absorto y de rodillas,
como se adora a Dios ante su altar,
como yo te he querido… desengáñate,
así… ¡no te querrán!


Gustavo Adolfo Bécquer

20 de julio de 2011

La divina comedia


“Por mí se va a la ciudad del llanto; por mí se va al eterno dolor; por mí se va hacia la raza condenada: la justicia animó a mí sublime arquitecto; me hizo la divina potestad, la suprema sabiduría y el primer amor. Antes que yo no hubo nada creado, a excepción de lo inmortal, y yo duro eternamente. ¡Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza!”


Dante Alighieri
La divina comedia

19 de julio de 2011

Lunar Park

“Una vez más, Kimball suspiró.

-El gran obstáculo que se interpone en nuestra investigación es que las escenas de los crímenes, pese a la cantidad formidable de planificación y tiempo que el asesino ha dedicado a cada una de ellas, están… bueno… -y se encogió de hombros-… inmaculadas.
-¿Qué quiere decir? ¿A qué se refiere cuando dice que están inmaculadas?
-Bueno, en esencia, que el forense está desconcertado. –Kimball consultó sus notas aunque yo sabía que no le hacía falta-. No hay huellas, ni pelos, ni fibra, nada.

«Como un fantasma –fue lo primero que pensé-. Como un fantasma.»

Kimball cambió de posición en el sofá y luego, mirándome directamente, preguntó:

-¿Ha recibido algún correo electrónico extraño últimamente? ¿Algún tipo de correspondencia de admiradores que le haya llevado a sospechar que alguno de ellos no está bien del todo?
-Un momento… ¿Por qué lo pregunta? ¿Crees que el asesino podría ponerse en contacto conmigo? ¿Cree que va por mí? –Fui incapaz de contener el pánico y enseguida me avergoncé.
-No, no. Por favor, señor Ellis, cálmese. No parece que sea lo que anda buscando el asesino –contestó Kimball, sin conseguir tranquilizarme-. No obstante, si tiene la impresión de que alguien se ha puesto en contacto con usted de un modo poco apropiado o que lo ha violentado en algún sentido, le agradecería que me lo comunicara.
-¿Está bastante seguro de que quienquiera que se esconda detrás de esto no va a por mí?
-Así es.
-Bien, o sea, entonces… ¿Quién será el siguiente?

Kimball miró la libreta, pese a que una vez más tuve la certeza de que no lo necesitaba. Se trataba de un gesto calculado y vacío, y me molestó que lo hiciera.

-La siguiente víctima del libro es Paul Owen.”

Bret Easton Ellis
Lunar Park

14 de julio de 2011

La naranja mecánica


“Todos los días, hermanos míos, pasaban películas parecidas, todas con patadas y tolchocos y el crobo rojo rojo que goteaba de los litsos y los plotos y se derramaba sobre los lentes de la cámara. Los personajes eran casi siempre málchicos sonrientes y smecantes vestidos a la última moda nadsat; o dientudos torturadores japoneses, o nazis brutales que se libraban de las víctimas a tiros y patadas. Y todos los días empeoraban el deseo de querer morir y las náuseas, y los dolores y calambres en la golová y los subos, y esa sed terrible terrible. Hasta que una mañana quise fastidiar a los bastardos ras ras rasreceándome la golová contra la pared, y que los tolchocos me dejaran inconsciente, pero lo único que ocurrió fue que me enfermé al ver que esta clase de violencia era la misma de las películas, y lo único que conseguí fue agotarme, y entonces me dieron la inyección y me llevaron como siempre en el sillón de ruedas.”


Anthony Burgess
La naranja mecánica

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