28 de noviembre de 2010

Yerma

VIEJA – Y con tu marido…
YERMA – Mi marido es otra cosa. Me lo dio mi padre y yo lo acepté. Con alegría. Esta es la pura verdad. Pues el primer día que me puse novia con él ya pensé… en los hijos… Y me miraba en sus ojos. Sí, pero era para verme muy chica, muy manejable, como si yo misma fuera hija mía.
VIEJA – Todo lo contrario que yo. Quizá por eso no hayas parido a tiempo. Los hombres tienen que gustar, muchacha. Han de deshacernos las trenzas y darnos de beber agua en su misma boca. Así corre el mundo.
YERMA – El tuyo, que el mío no. Yo pienso muchas cosas, y estoy segura que las cosas que pienso las ha de realizar mi hijo. Yo me entregué a mi marido por él, y me sigo entregando para ver si llega, pero nunca por divertirme.
VIEJA - ¡Y resulta que estás vacía!
YERMA – No, vacía no, porque me estoy llenando de odio. Dime: ¿tengo yo la culpa? ¿En preciso buscar en el hombre al hombre nada más? Entonces, ¿qué vas a pensar cuando te deja en la cama con los ojos tristes mirando al techo y da media vuelta y se duerme? ¿He de quedarme pensando en él o en lo que puede salir relumbrando de mi pecho? Yo no sé, ¡pero dímelo tú, por caridad!

Federico García Lorca
Yerma

24 de noviembre de 2010

Niebla

«Y ¿por qué no he de existir yo? ―se decía―, ¿por qué? Supongamos que es verdad que ese hombre me ha fingido, me ha soñado, me ha producido en su imaginación; pero ¿no vivo ya en las de otros, en las de aquellos que lean el relato de mi vida? Y si vivo así en las fantasías de varios, ¿no es acaso real lo que es de varios y no de uno solo? Y ¿por qué surgiendo de las páginas del libro en que se deposite el relato de mi ficticia vida, o más bien de las mentes de aquellos que la lean ―de vosotros, los que ahora leéis―, ¿por qué no he de existir como un alma eterna y eternamente dolorosa?, ¿por qué?»



Miguel de Unamuno
Niebla

23 de noviembre de 2010

Cumbres borrascosas

“—¿Por qué me mintió hasta el final? —prosiguió—. ¿Dónde se encuentra? Aquí no… en el cielo tampoco… y no se ha extinguido… Entonces, ¿dónde está? ¡Ah!, dijiste que no le importaba nada de mis sentimientos. Pues yo voy a rezar una plegaria y a repetirla hasta que la lengua se me seque: ¡Catherine Earnshaw, ojalá no encuentres descanso mientras yo siga con vida! Dijiste que yo te había matado, ¡pues entonces persígueme! Las víctimas persiguen a sus asesinos. Yo creo que hay fantasmas que vagan por el mundo, lo sé. Quédate siempre conmigo, bajo la forma que quieras, ¡vuélveme loco! Pero lo único que no puedes hacer es dejarme solo en este abismo donde no soy capaz de encontrarte. ¡Oh, Dios mío, es inconcebible! ¡No puedo vivir sin mi vida! ¡No puedo vivir sin mi alma!”.



Emily Brontë
Cumbres borrascosas

22 de noviembre de 2010

El viaje definitivo

...Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando;
y se quedará mi huerto, con su verde árbol,
y con su pozo blanco.

Todas las tardes, el cielo será azul y plácido;
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.

Se morirán aquellos que me amaron;
y el pueblo se hará nuevo cada año;
y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado,
mi espíritu errará, nostáljico...

Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol
verde, sin pozo blanco,
sin cielo azul y plácido...
Y se quedarán los pájaros cantando.

Juan Ramón Jiménez
Poemas mágicos y dolientes

21 de noviembre de 2010

El bosque animado

“—Siempre te quise, Hermelinda. ¿Lo sabías ya?

—No, no lo sabía —respondió ella en voz baja.

Él calló, descontento de haber hablado, con la desalentadora seguridad de haber pronunciado palabras inútiles. La moza se acercó y apoyó la cabeza en su hombro. Geraldo, repentinamente feliz, no se movió. Transcurrieron unos segundos. Ella observó con dulzura:

—Hueles a la aldea. Me parece como si estuviese en la aldea.

Entonces sintió hacia él una ternura intensa y difusa a un tiempo que no se refería precisamente a aquel hombre, sino a todos los que había amado en las noches de “tuna” de los sábados y en la oscuridad amparadora de las fragas, y el aroma del tojo y de los pinos, y al del humo de las “queiroas” en el fuego del lar, y a los bosques y a los sembrados, a los cariños y a las emociones gozados en aquel trozo de tierra verde y húmedo en el que la vida era feliz, a pesar de todo. En la penumbra distinguía apenas el rostro de Geraldo. Entornó los parpados, echó hacia atrás la cabeza sobre el hombre varonil y ofreció sus jugosos labios juveniles.

Geraldo la apretó contra sí. Ni comprendió las posibilidades del momento ni intentó analizarlas. Rodeó con un brazo el cuerpo de la muchacha y aquella sensación le aisló del mundo. El ronroneo del mar abandonó la playa para sonar dentro de él mismo. La hoguerita de Montealto dejó de mirarlos con su roja pupila. Fuera de aquel rinconcito todo se hundió en inutilidad e indiferencia.

De pronto, Hermelinda alzóse. Pareció bruscamente invadida de tedio.

—Vámonos. Ya es tarde.

Caminaron hacia las calles animadas. Ella había recuperado su aire de alejamiento; él, su timidez y su pierna de palo. Porque se había olvidado por primera vez, en aquellos minutos, de que llevaba una pierna de palo. Como su compañera no hablaba, el mozo intentó suscitar el diálogo, que naufragaba siempre en la concisión de las respuestas.

—Un día —dijo— volverás a Cecebre.
—No sé.
—¿No piensas en ello? Di la verdad.
—La verdad, Geraldo: no creo volver nunca.

Se sintió como repelido por aquellas palabras como devuelto a su condición inimportante, y enmudeció.”


Wenceslao Fernández Flórez
El bosque animado

18 de noviembre de 2010

Un mundo feliz

“La felicidad real siempre aparece escuálida por comparación con las compensaciones que ofrece la desdicha. Y, naturalmente, la estabilidad no es, ni con mucho, tan espectacular como la inestabilidad. Y estar satisfecho de todo no posee el hechizo de una buena lucha contra la desventura, ni el pintoresquismo del combate contra la tentación o contra una pasión fatal o una duda. La felicidad nunca tiene grandeza”.



Aldous Huxley
Un mundo feliz

9 de noviembre de 2010

Cómo acabar de una vez por todas con la cultura

“Después de la invasión de los aliados, a Hitler el cabello se le quedó seco y desordenado. Esto se debió en parte al éxito de los aliados y en parte a los consejos de Goebbels, quien le dijo que se lo lavara cada día. Cuando esto llegó a oídos del general Guderian, este regresó al acto del frente ruso y le dijo al Führer que no debía ponerse champú en el pelo más de tres veces por semana. Este era el procedimiento que había seguido el Estado Mayor con gran éxito en las dos guerras anteriores. Hitler pasó una vez más por encima de los generales y continuó con el lavado diario. Bormann ayudaba a Hitler a secárselo y siempre parecía estar presente con un peine en la mano. Al final Hitler empezó a depender de Bormann y, antes de mirarse al espejo, siempre hacía que Bormann se mirase primero. A medida que las fuerzas aliadas avanzaban hacia el este, el estado del pelo de Hitler empeoraba. Con el pelo seco y descuidado, Hitler soñaba durante horas seguidas en el corte de pelo y el afeitado que se haría el día en que Alemania ganase la guerra; se haría incluso, quizá, lustrar los zapatos. Ahora me doy cuenta de que nunca tuvo la intención de hacerlo.”

Woody Allen
Cómo acabar de una vez por todas con la cultura

8 de noviembre de 2010

Trainspotting

«Esta cama resulta familiar, o más bien lo es la pared de enfrente. Paddy Stanton me mira desde arriba con sus patillas años setenta. Iggy Pop está sentado destruyendo una pila de discos con su martillo. Mi viejo dormitorio, en el hogar paterno. Mi cabeza lucha por recomponer las piezas del cómo he llegado aquí. Recuerdo el piso de Johnny Swan, y a continuación sentir que iba a morir. Entonces me acuerdo; Swanney y Alison bajándome por la escalera, metiéndome en un taxi y saliendo a toda hostia para la enfermería.

Lo curioso es que me acuerdo de haber fanfarroneado de que en la vida había tenido una sobredosis justo antes de que pasara. Hay una primera vez para todo.

[...]

Aquí estoy en el limbo del yonqui; demasiado chungo para dormir, demasiado cansado para quedarme despierto. Una zona de crepúsculo de los sentidos donde nada es real salvo una miseria y un dolor aplastantes y omnipresentes en tu mente y en tu cuerpo. Noto sobresaltado que mi madre está sentada sobre mi cama, mirándome silenciosamente.

En cuanto lo noto, la incomodidad que siento es tan aplastante como si estuviera sentada sobre mi pecho.

Pone su mano sobre mi ceño sudoroso. Su tacto me resulta horrible, aterrador, violador.

“Estás ardiendo, chico”, dice suavemente, sacudiendo la cabeza, con la preocupación esbozada en el rostro.

Saco una mano de debajo de la manta para echar la suya a un lado. Malinterpretando mi gesto, la coge entre las suyas y aprieta con fuerza, demoledoramente. Quiero gritar.

“Yo te ayudaré, hijo. Te ayudaré a luchar contra esta enfermedad. Te quedarás aquí conmigo y con tu padre hasta que estés mejor. ¡Vamos a vencerla, hijo, vamos a vencerla!”

Tiene una mirada vidriosa e intensa en los ojos y un celo de cruzado en la voz.

Lo que tú digas, mami, lo que tú digas.

“Saldrás adelante, hijo. El doctor Mathews dice que en realidad la abstinencia esta es como una gripe mala”, me cuenta.

¿Cuándo fue la última vez que el viejo Mathews estuvo con el mono? Me gustaría encerrar a ese viejo y peligroso mamón en una celda acolchada durante un par de semanas, y darle un par de inyecciones de diamorfina al día, y después abandonar al cabrón unos días. Me la pediría suplicando después de eso. Yo me limitaría a sacudir la cabeza y decir: Tranquilo, colega. ¿Cuál es el jodido problema? Es como una gripe mala.»


Irvine Welsh
Trainspotting

6 de noviembre de 2010

Las Traquinias

“DEYANIRA

Amigas, mientras el huésped habla en la casa a las jóvenes cautivas antes de partir, a la puerta me salgo con vosotras, sin ruido, para contaros lo que con mis manos preparé y para lamentar con vosotras lo que sufro. No a una doncella, creo, sino a una desposada he recibido aquí, como un marino el cargamento, ruinosa mercancía de mi corazón. Y ahora somos dos a esperar bajo una sola colcha sus abrazos… ¡Tal es la recompensa que Heracles, el llamado leal y noble, me envía por cuidar de su casa tanto tiempo! En verdad yo no puedo enojarme con él, enfermo muchas veces de esta misma enfermedad, pero ¿qué mujer podría vivir con ésta, compartiendo sus bodas? Veo una juventud que va hacia delante y a otra que se marchita: gusta el ojo tomar la flor de la una, mientras que de la otra se aparta poco a poco el paso; esto, pues, temo: que Heracles sea llamado mi esposo, pero sea el varón de la más joven. Mas no está bien, como dije, que se irrite una mujer prudente. De lo que dispongo, amigas, un medio liberador, os hablaré. Tenía yo un antiguo don desde hace tiempo de un viejo centauro, escondido en cofrecillo de bronce. Lo tomé, siendo aún muchacha, de la sangre del moribundo Neso, el de velludo pecho. Éste, el profundo río Eveno pasaba a los mortales con sus brazos por salario, sin bogar con conductores remos ni por velas de nave. Y éste a mí, cuando por paterno envío seguí por primera vez a Heracles como esposa, me toca con lascivas manos, llevándome sobre sus espaldas, cuando estaba en medio de la corriente; entonces grité yo, y el hijo de Zeus, volviéndose, lanzóle una emplumada flecha que hasta los pulmones le llegó a través del pecho con agudo silbido. Y al morir el centauro pudo decirme sólo: “Hija del anciano Eneo, en esto te beneficiarás, si obedeces, de mi pasaje, puesto que a ti pasé yo la última: si recoges la sangre coagulada de mi herida con tus manos, allí donde la hidra de Lerna dejó tinto en negra hiel el dardo, será esto para ti un hechizo sobre el corazón de Heracles, de modo que a ninguna mujer que vea amará aquél más que a ti”. En esto pensé, oh amigas, porque lo tenía en casa bien guardado desde que aquél murió; impregné esta túnica cumpliendo cuanto él me dijo mientras vivía. Y están preparadas estas cosas. ¡Funestas audacias jamás sepa yo ni aprenda! Detesto a las audaces. Pero si con filtros y hechizos sobre Heracles puedo vencer a esta joven, trazada está la acción, si no parezco hacer algo insensato; que de lo contrario desistiré.”

Sófocles
Las Traquinias

4 de noviembre de 2010

La señora Dalloway

«Se peinara como se peinase, su frente seguía pareciendo un huevo, calva y blanca. Ningún vestido le sentaba bien. Daba lo mismo lo que comprara. Y para una mujer, por supuesto, eso significaba no tratar nunca con personas del otro sexo. Nunca sería la preferida de nadie. Últimamente le parecía a veces que, exceptuada Elizabeth, no vivía más que para alimentarse.»

[...]

«Elizabeth se preguntó si tal vez la señorita Kilman pasaba hambre. Era su manera de comer, de comer con ansiedad y de mirar luego, una y otra vez, a la bandeja con pastas recubiertas de azúcar de la mesa vecina; después, cuando se sentaron una señora y un niño, y el niño cogió un pastel, ¿era posible que a la señorita Kilman le molestara? Sí, a la señorita Kilman le molestó. Era el pastel que ella quería: el de color rosa. Comer era prácticamente el único placer en estado puro que le quedaba y ¡verse privada también de aquello!»


Virginia Woolf
La señora Dalloway

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